viernes, 11 de mayo de 2012

EL AMOR QUE NUNCA LLEGÓ


Un día, un forastero llegó al pueblecito donde Ana vivía. El hombre era un minero que trabajaba en una mina de los alrededores y que acababa de cerrar porque se había quedado en bancarrota. El hombre, se llamaba Juan, vestía un uniforme de trabajo a rayas azul y blanco, manchado de hollín por el carbón de la mina y una gorra “gatsby” azul grisácea.
Tenía la cara redondeada y sonriente, con el pelo liso, bastante largo y con una pequeña barba de color castaño.
Cuando llegó a la plaza por las estrechas calles del pueblo, vio un edificio que sobresalía sobre el resto, era la casa del pueblo.
Justo a su lado, había un austero edificio de dos plantas y un gran cartel en el que ponía “posada”.  Paso al lado de los percherones que había atados a un carro y entro al bar.
Al salir a tomar el aire, vio un coqueto puesto en el que se vendían flores, era el puesto de Ana.
Ana, era una chica de unos 19 años de edad. Era rubia, de pelo ondulado, ojos grisáceos y una cara blanca con matices rosados.
Se miraron mutuamente, pero no se atrevieron a decirse nada. El intercambio de miradas acabó cuando Ana lanzó una pícara mirada a los verdosos ojos de Juan. Y este, se fue disimuladamente sonriendo de satisfacción.
Durante la noche los dos pensaron en su encuentro amoroso, y al día siguiente, Juan se vistió con sus mejores ropas (Un pantalón marrón claro y un blasier marrón y de tela desgastada).
Se acercó al puesto de la floristería de Ana y le dijo:
-Ho…Hola, cómo te llamas…
Le dijo Juan a Ana con voz temblorosa.
-Ana, Y tú.
Le contó Ana más alegre.
Yo…  Juan, si no tienes trabajo podríamos ir a algún sitio…
Ana no se lo creía.
¡Claro, conozco una cascada cerca de aquí que es impresionante!
Ninguno de los dos sabía lo que había dicho, pero todo había salido bien.
Al cabo de una hora, quedaron los dos en el sitió acordado. Era un verde prado con vallas  de madera y flores de cálidos tonos. En una montaña poblada de arboles pasaba, el ferrocarril. Y aún más lejos, otro pueblecito con casas blancas y una alto campanario con un reloj y el tejado negro.
Ana llegó primero, llevaba una falda verde oscura y un sombrero de gran ala del mismo color, Juan, al contrario, iba con el mismo traje que en el encuentro anterior.
Ana, le llevó a Juan a un riachuelo que había cerca del prado con una bonita cascada que venía de una cascada cercana. No se podían bañar porque aún hacía frío, pero se tumbaron en la hierba a escuchar los pájaros y el agua de la cascada hasta que los dos se quedaron profundamente dormidos. Cuando se despertaron, no sabían que hora era, pero los dos tenían los trajes manchados de hierba. Y por alguna razón incomprensible, los dos se pusieron a reír a carcajadas.
Ya de noche, cuando la luz de una de las farolas de gas les iluminaba la cara, Juan le dijo que se tenía que ir al día siguiente a Donagh por razones de trabajo. Pero que volvería antes de que se marchitara la primera flor de su floristería.
Ana estaba derrotada, acababa de conocer al amor de su vida, y resulta que se iba al día siguiente.
Ana se pasó la noche llorando. Juan intentó ser fuerte y no llorar, pero al final, acabó llorando junto a ella.
Al día siguiente, Ana y Juan se fueron a despedir al hangar de la estación, cuando Ana llegó, Juan ya había pagado su billete.
Su tren llegó, era una locomotora verde y negra, con el nombre de la compañía ferroviaria escrita en el vagón del carbón.
Los dos estaban llorando, y en el momento en que un trabajador del tren dio la ultima llamada, Juan le repitió a Ana que volvería antes de que sus flores se marchitaran. Cuando el tren salió, dejo tras de si una ristra de humo que parecía seguir al tren, que se alejaba lentamente hacia las montañas.
Cada semana, desde ese día, Ana siempre fue vestida con su falda verde y de tonos otoñales, sombrero de gran ala verde y un ramo de flores en la mano.
Sus flores, acabaron por marchitarse, y su carácter se volvió áspero. Los niños del pueblo la tomaban por un monstruo de esas leyendas urbanas que los niños cuentan, y se le puso el sobrenombre de “la vieja de la estación”. Los años, empezaron  a notársele en la piel, y su cara se arrugó.
Un bello día, después de que se acabara la guerra, Ana esperaba en la estación, como todos los miércoles.
Y vio otro tren parar-se en la estación. Le recordó al tren en que su amor se fue, y de repente, del tren salió una persona que la miró y se acercó a ella.
¡Era Juan!
 Los años también se le habían quedado marcados en la piel. Tenía marcadas arrugas, una calva con pelo canoso tapada por su sombrero, y una americana, que intentaba disimular su rechoncho cuerpo.
-Soy yo, Juan. Sé que las cosas se han complicado en estos últimos años y no he podido visitarte. Pero ya estoy aquí, y eso es lo importante.
Ana le miró con una triste expresión y le dijo:
-No, tú no eres quien yo espero.

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